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viernes 22 noviembre 2024

El mundo de mañana

Una primera consecuencia de que la mayor parte de la humanidad se encuentra actualmente en el terreno de la duda explica que en casi todas partes las poblaciones están exaltando a la ciencia

Diario EL PAÍS/Ilán Bizberg     Foto: Al Bello/AFP

Stefan Zweig escribió una célebre autobiografía: El Mundo de Ayer, que hasta hace unas semanas se estaba citando profusamente como premonición de lo que podría venir en el futuro. Se citaba el auge de los movimientos populistas, el descontento de los ciudadanos con sus democracias, el miedo del otro, para atestiguar las similitudes de los dos mundos: el de ayer de Zweig y el actual. De repente apareció el coronavirus y dejamos de hablar de la utopía desaparecida del imperio austriaco y de la terrible realidad de los años 30 en Alemania y Austria, y aparecieron las distopías, dos mundos que nada tienen que ver con el de ayer, sino con el del futuro que describieron Orwell y Huxley. Por más impresionante que pueda ser este cambio de paradigma, no podemos saber si es coyuntural o si retornaremos a los esquemas previos de la epidemia.

Hay pensadores que creen saber muy bien hacia dónde vamos. Un ejemplo es Naomi Klein quien plantea, de manera muy coherente, que vamos hacia un mundo en el que el capital y el poder político se unirán para dominar a los individuos, sus deseos, sus necesidades; en algo similar a la distopía de Brave New World. Otros, como Byung-Chul Han, cree que nos orientamos hacia el mundo que describió Orwell, donde el poder político utiliza los instrumentos tecnológicos más sofisticados para controlar a la población, obligarla a adoptar sus valores, seguir sus normas, castigar a los que se apartan de ellas y premiar a los que las aceptan. Otros más, como Zizek, han decidido que sucederá lo que fue previsto por el marxismo: el fin del capitalismo; el coronavirus ha dado un golpe mortal al capitalismo, este morirá inevitablemente. Finalmente, otros más, los más cínicos, consideran que nada cambiará, que el mundo del mañana será el mismo del de ayer, quizá peor.

Todas estas perspectivas son, en cierta medida, resultado de una cierta derrota del pensamiento, que considera al mundo del futuro como una extensión del de ayer, que responde a los mismos resortes que el de antes. Pero el papel de los intelectuales no es simplemente imaginar la manera en la cual las estructuras existentes se reproducen a sí mismas, lo que Manheim consideraba que era la ideología, que no dudaba de la fuerza del sistema para reproducirse. Este autor pensaba que los intelectuales estaban obligados a pensar más allá de las posibilidades del presente, que debían aventurarse hacia terrenos más complejos: elaborar utopías de cómo salir del mundo en el que se vive. La verdadera tarea del pensamiento no es solo describir las enfermedades de las sociedades modernas, sino reflexionar sobre su antídoto.

La situación actual no solo permite, sino exige esta última actitud, que es la que han escogido autores como Habermas, Brum y Nancy y Bouthors, al ponderar nuestra situación actual bajo el manto de la incertidumbre. Ambos han propuesto esta actitud menos seductora, pero más honesta, que puede finalmente resultar más fructífera para abordar el futuro por su apertura, ya que no plantea ni la continuación de lo anterior, ni una transformación radical como el fin del capitalismo. Habermas ha afirmado que la situación actual lleva a “un impulso reflexivo que, hasta ahora, era asunto de expertos: debemos actuar en el conocimiento explícito de nuestro no conocimiento.” Eliane Brum se atreve a ir incluso más allá cuando nos pide cambiar nuestra manera de conocer.

Y, en efecto, hay mucho sobre lo cual dudar. En primer lugar, a pesar de que varios científicos nos estaban alertando de la posibilidad de la epidemia, está cayó de improvisto sobre la mayor parte de la humanidad. A tal punto que muchos gobernantes, en un inicio, la negaron. Luego, para frenar la epidemia se frenó una maquinaria económica que parecía imparable y, tanto en países con gobiernos autoritarios, como democráticos, la población aceptó una limitación extrema a sus libertades. Como dicen Nancy y Bouthors, lo que parecía impensable se volvió realidad.

La incertidumbre puede ser muy fructífera, puede obligar a modificar nuestra realidad. Baste recordar que la filosofía clásica nace sobre la incertidumbre radical de Sócrates, quien decía que mientras más creía saber, más se daba cuenta de lo que no sabía. De igual manera, la filosofía moderna nació sobre las bases del planteamiento de Descartes en el sentido de que para saber algo había que comenzar dudando de todo. De hecho, la ciencia misma no puede existir más que sobre hipótesis que puedan ser puestas en duda.

Una primera consecuencia de que la mayor parte de la humanidad se encuentra actualmente en el terreno de la duda explica, quizá, que en casi todas partes, las poblaciones están exaltando a la ciencia. Hemos visto como muchos de los gobernantes han tenido que dejar el paso a los científicos, en especial a los médicos y epidemiólogos, para que manejen la crisis, y que son ellos los que han obtenido un reconocimiento. Merkel, una de las dirigentes mejor calificada, no solo es científica, sino que se ha apoyado en Christian Drosten, quien se ha convertido en poco tiempo en el personaje más popular en Alemania. En la provincia de Kerala, en la India, la ministra de la salud, KK Shailaja, es considerada como una rockstar por el diario The Guardian. En México, López Obrador, quien venía viendo como caía su popularidad mientras ponía en duda la peligrosidad de la pandemia, recupera su popularidad desde que dejó el manejo de la crisis a Hugo López Gatell. En Estados Unidos, Antony Fauci se ha convertido en unos de los personajes más destacados. Y, en contraste, Bolsonaro que se ha enfrentado continuamente con los expertos y ha despedido a dos ministros de Salud en un mes, ha visto su popularidad caer a plomo.

La crisis de salud también ha tenido un impacto en nuestra subjetividad y, especialmente en nuestra relación con el tiempo, que muchos filósofos consideran como la esencia del ser humano. En primer lugar, el ritmo de nuestras vidas se ha frenado considerablemente. Lo que el sociólogo Rosa considera la característica fundamental de nuestra relación contemporánea con el tiempo: la aceleración, ha sufrido un brusco freno, el ritmo de la vida de millones de personas se ha hecho más lento. Por otra parte, K. S. Robinson escribe que, con la pandemia, las personas mayores han visto reducido su horizonte temporal al percibir que están más inmediatamente sujetos a la posibilidad de la muerte. Aunque es cierto, como dice Heidegger, que nuestra esencia está definida por la muerte, generalmente no pensamos en ella. La pandemia ha impuesto esta posibilidad en términos muy reales y cercanos: si alguien de 60 años pensaba que su horizonte de vida era de 20 o 30 años, la situación actual acorta súbitamente este horizonte.

Esta transformación de la concepción del tiempo de las personas mayores puede acercarlas a las preocupaciones del movimiento de jóvenes que era tan activo en diferentes partes del mundo justo antes de la epidemia. A partir de las demandas de estos movimientos, se puede observar que los jóvenes sienten que su futuro está cerrado; una actitud bien ejemplificada por Greta Thunberg, a quien Eliane Brum considera como una representante de la primera generación sin esperanza. Como sabemos, Greta ha organizado una huelga escolar desde hace más de un año, argumentando que no vale la pena ir a la escuela si no hay futuro, si “el tiempo se acaba”. Esta chica es la imagen de jóvenes quienes, según varios psicólogos, buscan ayuda por su profunda preocupación y angustia por el futuro. Las pancartas que llevan en sus manifestaciones muestran esta inquietud: “Más tarde, quiero estar vivo”, “Haré mi tarea cuando tú hagas la tuya”, “Por un futuro sin miedo”, “Gritamos porque esperamos que sea de otra manera”.

Finalmente, la epidemia ha trastocado completamente (y momentáneamente) las jerarquías laborales : como dice Graeber, muchos de los empleos de “cuello blanco”, mejor pagados y de más prestigio, se volvieron irrelevantes, mientras que los oficios peor pagados, más insalubres y riesgosos, se han vuelto esenciales por causa de la crisis sanitaria y el confinamiento; entre ellos las enfermeras, camilleros, personal de limpieza hospitalaria, pero también los cajeros y acomodadores de los supermercados, los trabajadores de los rastros, los campesinos, los repartidores, los que recogen la basura, etc. Esto debería llevarnos a recapacitar, como ha escrito Walzer, que tales trabajos deberían ser mejor (o por lo menos igualmente) pagados y reconocidos que los que son agradables, limpios y seguros.

Es obvio que todas estas grandes modificaciones de nuestra percepción de las cosas no darán lugar automáticamente a cambios profundos en la sociedad y que incluso pueden no tener ningún efecto sobre ella. Pero si dejamos de pensar que el pasado reciente no puede más que reproducirse y que, como dice Nancy, el presente, aunque sea imperfecto, no puede modificarse, y comenzamos a ponderar en que (como lo ha demostrado la actualidad) lo impensable es posible, el cambio será más factible. Pero también es verdad que el mundo solo podrá cambiar si cada uno de nosotros aplica en nuestras vidas individuales, pero sobre todo colectivas, lo que hemos aprendido en esta pandemia.

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