Si predicar honestidad no es una política anticorrupción, ni multiplicar los cajeros automáticos una política social, el Ejército tampoco es un sustituto de la política de seguridad o infraestructura
politica.expansion.mx/Carlos Bravo Regidor
“Un problema político pensado en términos militares eventualmente se convierte en un problema militar” (George C. Marshall)
Dicen que tiempos desesperados exigen medidas desesperadas. Supongamos sin conceder que ese fuera el caso de la militarización en curso, no solo de la política de seguridad sino ahora también de la política de infraestructura. El argumento sería, por un lado, que la seguridad pública se militarizó porque el desafío de la violencia y el crimen creció tanto que se volvió imposible de enfrentar con otros instrumentos o de otra manera; solo el Ejército tenía las dimensiones, la integridad y la capacidad para hacerse cargo de combatirlo. Y, por el otro lado, que la obra pública se militarizó porque esa era la única vía posible para derrotar la inercia endémica de la corrupción y las eternas ineficiencias de la tramitología; porque nadie salvo el Ejército puede construir sin cometer irregularidades ni demoras.
El asunto, de entrada, es que una medida desesperada no necesariamente es una medida eficaz; de hecho, con frecuencia suele ser lo contrario. Porque la desesperación es más cercana al impulso que al rigor, es una defensa urgente frente a una situación límite, es una exigencia de reacción inmediata que no empata con el cálculo racional de costos y beneficios, con la ponderación metódica de la evidencia disponible ni con la planeación estratégica a mediano y largo plazo. La desesperación está menos orientada a producir resultados concretos que a satisfacer cierta necesidad de mostrar determinación; lo que produce, en pocas palabras, se parece más a un acto reflejo que a una acción inteligente: responde al estímulo pero no resuelve el problema.
Echar mano de las fuerzas armadas en un país como México tiene, asimismo, el inconveniente añadido de que nunca han sido una institución democrática ni democratizadora. De hecho, ninguna democracia puede considerarse consolidada mientras el Ejército tenga una base de poder político propia y no esté bajo el mando efectivo (no solo nominal) de autoridades civiles. Cuando la seguridad o la obra pública se vuelven un feudo de militares, el control civil sobre ambas esferas se debilita y pone a los militares en una posición muy susceptible de politizar su labor. Peor aún, usar a las fuerzas armadas con la declarada intención de hacer irreversibles decisiones de política pública, como garantía de que futuros gobiernos no podrán modificarlas, es una apuesta por sustraer de la disputa y el escrutinio democráticos dichas decisiones y por crear condiciones propicias para un conflicto entre las autoridades civiles y militares.