El País/Jorge Zepeda Patterson
Es el fenómeno político más potente de la historia reciente de México. Apuesta por políticas dirigidas a los pobres y discursos duros contra las élites. En el ecuador de su mandato, el país vive días inciertos. Sus palabras sobre los excesos de la conquista siguen agitando el debate. En diciembre de 2013, Andrés Manuel López Obrador sufrió un infarto agudo de miocardio, poco después de haber festejado su cumpleaños número 60. Durante los siguientes tres meses debió guardar reposo y seguir una dieta moderada.
En su primera entrevista afirmó, en tono de sorna, que hasta entonces había creído que el estrés era “una enfermedad pequeñoburguesa”. Que el corazón de este hombre, autodefinido como de izquierda, albergue un padecimiento contrario a su ideología es una de las muchas contradicciones que marcan la vida, la obra y el pensamiento del presidente de México. Y buena parte de la zozobra que vive el país se origina en estas contradicciones. Las razones por las cuales es presidente son fáciles de entender; la inconformidad social, la rabia y el resentimiento provocado por gobiernos desacreditados por la frivolidad, la corrupción y la ineficiencia.
Pero resulta mucho más difícil explicar exactamente qué ha sucedido después y cuál es el verdadero impacto de su gestión. Hoy, a mitad del sexenio, México parece estar habitado exclusivamente por dos tipos de seres humanos, los que odian a su presidente y los que lo aman. Los que consideran que es el último rayo de esperanza para intentar un cambio e impedir un estallido social y los que están convencidos de que está destruyendo al país. Lo cierto es que López Obrador es el fenómeno político más impactante en la historia política reciente del México contemporáneo. Sus niveles de apoyo popular fluctúan entre el 60% y el 70%, pese a la pandemia y la consiguiente crisis, y el partido fundado en torno a su persona, Morena (Movimiento Regeneración Nacional), supera en intenciones de voto a la suma de los otrora gobernantes Partido Revolucionario Institucional (PRI) y Partido de Acción Nacional (PAN).
López Obrador ha desdibujado la oposición e impuesto el poder de la presidencia frente al resto de los factores de poder, gracias a una extraña combinación de medidas en favor de los sectores populares, un discurso beligerante y radical frente a las élites y sus rivales, y un manejo de las finanzas públicas más bien de corte conservador. El propósito, ha dicho, es propiciar una masiva transferencia de recursos a favor de los pobres y hacerlo sin desestabilizar o violentar el país. No está claro que lo esté consiguiendo, pero lo cierto es que las mayorías están convencidas de que, por fin, vive en el Palacio Nacional alguien que habla y actúa en su nombre.
Un político inclasificable, mezcla de predicador moral, luchador social, mago de la realpolitik, esclavo de sus filias y fobias, un mandatario obsesionado con pasar a la historia, un hombre que ha recorrido en tres ocasiones el país palmo a palmo. Su austeridad monacal es auténtica y se ufana de nunca haber poseído una tarjeta de crédito. Alguien que tiene como referentes de vida a Jesucristo y a Francisco I. Madero, dos mártires, pero también a Benito Juárez y Nelson Mandela, estadistas fundantes de un nuevo orden social y político.
Ha escrito una veintena de libros, pero se enorgullece de hablar con faltas de ortografía y expresarse en dichos campiranos. Un nacionalista a ultranza y a la vez promotor de la integración comercial e industrial con Estados Unidos. Antiimperialista convertido en aliado de Donald Trump. Un hombre de verbo agresivo e implacable a quien nunca se le ha visto perder los estribos. Es leal a sus ideas, al grado de la intolerancia, convencido de que estar del lado de los pobres lo hace moralmente infalible, pero tan adverso a la violencia y a la represión que ha convertido su lema “Abrazos, no balazos” en estrategia para enfrentar al crimen organizado.
En suma, Andrés Manuel López Obrador es un político que rehúye de etiquetas automáticas, un haz de contradicciones, una fuerza de la naturaleza por su energía incombustible y su impaciencia. Un hombre fiel a sus circunstancias. El trópico. Andrés Manuel, el primero de otros seis hermanos, nació el 13 de noviembre de 1953 en Tepetitán, Tabasco, un pueblo que apenas superaba el millar de habitantes. Nieto de comerciantes, entre ellos un abuelo, José Obrador, originario de Ampuero, Santander. Creció en un ambiente bucólico y paradisiaco. Iba a la primaria por las mañanas y jugaba al béisbol, nadaba y pescaba en el río por las tardes, aunque desde pequeño lo acostumbraron a atender La Pasadita, una tienda familiar en la que se vendía de todo. A mediados de los años sesenta, la familia se estableció en un barrio céntrico y popular de Villahermosa, una ciudad mediana y capital del Estado de Tabasco.
A los pocos meses, los López habían logrado instalar un almacén de ropa y una zapatería. En los primeros años parecía que Andrés Manuel estaba destinado a convertirse en un próspero comerciante. Era bueno para los números y muy ingenioso para inventar formas de mercadear productos. Una calurosa tarde de 1968, mientras sus padres comían en casa, Andrés Manuel, de 15 años, y su hermano Ramón, de 14, hacían la guardia en la tienda. Este último sacó una pistola que el padre había dejado meses atrás escondida entre los estantes, jugó con ella asumiendo que carecía de municiones y terminó dándose un tiro. Murió en el acto. Andrés Manuel, que se encontraba en la caja registradora, vio la escena pasar ante sus ojos. Policías locales intentaron extorsionar a la familia inculpando al joven. A partir del terrible suceso, sus amigos de la adolescencia recuerdan que se volvió taciturno, mucho más reflexivo.
No fue un estudiante asiduo en la preparatoria. Los amigos insisten en que Andrés Manuel trabajaba demasiado. Para 1972, la familia volvió a mudarse, esta vez a Palenque, Chiapas, de donde sus padres nunca más salieron. Casi simultáneamente, en 1972, a los 19 años, Andrés Manuel se trasladó a Ciudad de México para estudiar en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. Vivió en la Casa del Estudiante Tabasqueño, y un compañero de cuarto recuerda que con frecuencia no iba a la Facultad porque Andrés Manuel prefería quedarse a dormir. La mañana del 11 de septiembre de 1973 y los días siguientes, los jóvenes se pasaron oyendo en la radio los sucesos del golpe de Estado en Chile. López Obrador tomó como algo personal la muerte de Salvador Allende y repitió una y otra vez las últimas frases del presidente chileno. Ese día escribió en el pizarrón del comedor: “Viva el pueblo de Chile”. Su excompañero de cuarto recuerda que “nunca más faltó a la escuela y comenzó a interesarse más a fondo en las clases”. El béisbol perdió a un dudoso pícher y la UNAM ganó a un estudiante de tiempo completo.
Al terminar su carrera, se integró en el equipo de trabajo de Carlos Pellicer, candidato para el Senado por Tabasco. Un respetado poeta obsesionado con la idea de mejorar la condición de los indígenas. Andrés Manuel fue el más entusiasta de sus colaboradores. En reconocimiento, Pellicer lo promovió con el gobernador para que fuera designado delegado del Instituto Nacional Indigenista en su Estado. Tenía 24 años y lo asumió como un apostolado, un trabajo que muy pocos querían, pero que a él le resultaba el paraíso. En esos años conoció y se casó con su primera esposa, una estudiante de Villahermosa, Rocío Beltrán, con quien tendría sus tres primeros hijos, todos varones. Estos años fueron un periodo “fundacional” del animal político en que se convertiría Andrés Manuel. Aquí comenzó el hábito de hacer consultas o concebir programas novedosos, con impacto popular. Vivió con los indígenas chontales como uno más y a los pocos años se había convertido en un personaje legendario.
Al arrancar el siguiente sexenio, 1982, el nuevo gobernador, Enrique González Pedrero invitó a su campaña al carismático joven y tras el triunfo lo designó director regional del PRI, el partido en el poder. López Obrador se entregó a la tarea de cambiar la organización política para democratizarla y acercarla a las causas populares. Antes de un año, los caciques políticos y miembros de la dirigencia exigieron al gobernador poner fin a la endemoniada revolución que el joven había desatado.
A los 30 años, López Obrador emprendió el regreso a Ciudad de México, en su primera derrota y consiguiente exilio político. Aceptó un puesto en el Instituto Federal del Consumidor, dejó el activismo político y se integró a la burocracia. Seis años más tarde, la política volvió a llamarlo. En 1988, Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del presidente gestor de la expropiación petrolera y del reparto agrario Lázaro Cárdenas (1934-1940), renunció al PRI y lanzó su candidatura a la presidencia apoyado por otros correligionarios descontentos con el giro conservador y tecnócrata que había tomado el partido. Para acrecentar sus posibilidades, buscaron figuras regionales que también se lanzaran como candidatos locales. Buscaron al tabasqueño y lo convencieron de competir por la gubernatura de su Estado.
En el arranque de su campaña, Andrés Manuel fue recibido como un apóstol. El impacto fue inmediato y en el PRI se pusieron nerviosos. Al final le reconocieron el 22% de los votos, y el joven decidió quedarse en Tabasco y presidir el Partido de la Revolución Democrática (PRD), recién constituido. En la campaña, López Obrador mostró un rasgo que nunca más abandonaría: su fascinación por los actos públicos de pueblo en pueblo; una actividad que parece resultar adictiva. Pasó los siguientes seis años formando cuadros en cada villorrio y preparándose para tomar por asalto la gubernatura en la siguiente elección.
En 1994, el duelo político tácitamente estaba pactado contra Roberto Madrazo, una figura nacional del PRI. López Obrador hizo lo que mejor sabía: recorrer durante dos años los poblados, organizar células locales, dirigir mítines. Madrazo también hizo lo que mejor sabía: amarrar alianzas de alto nivel y conseguir ingentes fondos para la campaña. Se dieron con todo, de poder a poder. Nunca se sabrá quién ganó, pero las autoridades electorales declararon vencedor al priista. En protesta, Andrés Manuel organizó una larga y lenta caravana a la capital del país y se instaló en el Zócalo con las pruebas de una campaña fraudulenta por parte de su rival. A efectos de marketing político, constituyó el éxito de la temporada. La cobertura de los medios fue abrumadora y López Obrador se convirtió repentinamente en una figura nacional del nuevo partido.
Para finales de 1995 era la estrella ascendente del perredismo nacional. El hijo de Tepetitán estaba listo para los grandes escenarios. En el proceso de perder una gubernatura, Andrés Manuel ganó la presidencia nacional del PRD. Desde allí organizó el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas como jefe de Gobierno de Ciudad de México, la primera victoria importante de la izquierda en el país. Tres años después se convirtió en el candidato natural para suceder al propio Cárdenas como alcalde de la capital. Como jefe de Gobierno de Ciudad de México (2000-2005) se caracterizó por una gestión hiperactiva que contrastó con la pasividad de gobiernos anteriores. En alianza con la élite de la ciudad, impulsó el rescate y la renovación del centro histórico y la construcción de los segundos pisos viales, que cambiaron el rostro de la ciudad. Fincó un vínculo con los sectores medios e ilustrados e impulsó leyes sobre temas de género y medio ambiente que hicieron de la capital la punta de lanza para la agenda progresista en México.
Al terminar su gestión como alcalde, se había convertido en el candidato más sólido para la presidencia que se disputaría seis meses más tarde. Entre 2000 y 2003 perdió a los tres personajes centrales en su biografía: madre, padre y esposa. El fallecimiento de Rocío Beltrán el 12 de enero de 2003 no fue inesperado, pero resultó devastador. Rocío fue una mujer muy cercana al tabasqueño y probablemente a la única persona que escuchaba. “Mi mujer es mi gran apoyo. Es mi paraíso. Con ella he enfrentado siempre los momentos más difíciles de mi vida. Ella me ayuda, me apoya, me critica. Es mi consejera”.
En apenas dos años, López Obrador se hizo alcalde, huérfano y viudo a cargo de tres hijos. En 2005 conoció a Beatriz Gutiérrez Müller, su segunda esposa y con quien tendría a su cuarto hijo. La relación con una pareja 16 años más joven ayudó al político a salir del ostracismo que caracterizó los breves años de su viudez. La debacle. Dos meses antes de los comicios del verano de 2006, AMLO (las siglas por las que es conocido) lideraba las encuestas de intención de voto por 10 puntos porcentuales, y propios y extraños asumían que se convertiría en el siguiente presidente de México. Lo que sucedió en las siguientes semanas está sujeto a todo tipo de interpretaciones.
Cuando se pierde una elección por el 0,56% de los votos, la derrota puede ser encontrada en muchos sitios. Hubo errores de campaña en el último tramo, sin duda, pero López Obrador quedó convencido de que había sido víctima de un despojo. La evidencia parecería darle la razón. El dinero y el viejo sistema se volcaron en todo tipo de recursos legales e ilegales para influir en el voto.
El propio tribunal electoral, favorable al oficialismo, debió reconocer que el Gobierno de Vicente Fox había actuado ilegalmente para favorecer a su candidato, pero, en una peculiar acrobacia argumentativa, concluyó que tal intervención no había sido determinante en el resultado. En cierta forma, López Obrador nunca volvió a ser el mismo. Contuvo a las fracciones radicales para evitar un estallido de violencia y conjuró su malquerencia con la escritura de varios libros para denunciar a la mafia que gobernaba el país y el robo político del que el pueblo y él habían sido víctimas.
El político moderado que había gobernado Ciudad de México dio paso a un líder de la oposición obsesionado con la perfidia de sus enemigos. Su inclinación a considerar todo obstáculo político como el resultado de un complot de los conservadores remite a esta experiencia. Volvió a intentarlo seis años más tarde, en 2012, pero el PRI de Peña Nieto logró convencer a las élites y a una porción de los votantes de que el viejo partido, ahora modernizado, era mejor opción que la alternancia panista que había gobernado durante 12 años.
Si bien quedó en segundo puesto, el resultado fue bastante inferior a lo que había conseguido seis años antes. Muchos asumieron que la carrera política del tabasqueño había llegado a su fin. Él no. Por tercera vez, comenzó a recorrer el país, de pueblo en pueblo, ahora con el propósito de construir un partido propio alrededor de su figura. El Morena parecía una propuesta peregrina, y la prédica de AMLO, un esfuerzo desesperado de un personaje incapaz de aceptar su derrota. Pero mientras él hablaba en el desierto, los ánimos del país habían comenzado a dar un giro, esta vez decididamente en su beneficio.
En 2018 logró la victoria en la tercera ocasión en que se presentó a las urnas, con el porcentaje de votos más alto en varias décadas. El electorado se había cansado de las propuestas tradicionales del sistema —los viejos partidos PRI y PAN, orientados a las clases medias y superiores— y exigía una mayor atención a las mayorías dejadas atrás. Los gobiernos anteriores habían apostado por la modernización y la integración en el mercado mundial, asumiendo que esa locomotora habría de sacar de la pobreza incluso a los vagones más atrasados. No fue así. Sectores sociales, ramas económicas y regiones geográficas vinculadas al México tradicional se hundieron mientras unos pocos sectores punteros impulsaron una nueva y numerosa casta de multimillonarios mexicanos.
Hoy en día, el 56% de la población ocupada trabaja en el sector informal. Es una proporción que crece año con año; un indicador de la incapacidad del sistema para ofrecer cabida a la mayoría de los mexicanos. Estas mayorías, y algunos sectores medios ilustrados y segmentos urbanos de la izquierda, cansados de los escándalos de corrupción y frivolidad de la clase política, recogieron las banderas de cambio que enarbolaba López Obrador y terminaron instalándolo en el Palacio Nacional.
El presidente llegó al poder anunciando un cambio de régimen a favor de los pobres y prometiendo el fin de la corrupción y los excesos de los sectores privilegiados. Una propuesta que llamó la Cuarta Transformación histórica del país (la independencia, la Reforma del siglo XIX y la revolución mexicana de hace 100 años fueron las tres primeras). Un admirable propósito, pero que a mitad de su sexenio cuesta empatar con muchos otros rasgos contrastantes de su Gobierno: una composición variopinta de su gabinete, con miembros procedentes en su mayoría del PRI, pero también del partido conservador y de radicales de la vieja izquierda; alianzas políticas con partidos confesionales de derecha o de hijos de la élite enriquecida, enquistados en el Partido Verde; una disímbola batería de políticas sociales ajenas a la llamada sociedad civil aunque orientadas a las causas populares; criterios notoriamente ortodoxos o neoliberales en materia de finanzas públicas; una inesperada y entrañable relación con Donald Trump; un abandono —cuando no desdén— a otras reivindicaciones de la agenda de la izquierda moderna, como son el medio ambiente, el feminismo y temas de género, derechos humanos, ciencia y tecnología y cultura. Todo ello envuelto en un discurso flamígero y hostil en contra de los ricos y los conservadores, los intelectuales orgánicos, la prensa nacional y extranjera, la conquista española, los jueces o cualquier otro obstáculo real o presunto del Gobierno de la Cuarta Transformación. Y con todo, López Obrador se ha entregado a su causa: mejorar la vida de los pobres. Todo lo demás, por legítimo que sea, queda subordinado o es tratado como una distracción ante lo que considera el mandato principal, con lo cual ha enfurecido al tercio más boyante o ilustrado del país.
Y no es poco lo que ha conseguido. Una derrama directa de entre 15.000 y 20.000 millones de dólares anuales a los hogares deprimidos, sin pasar por intermediarios; un incremento del poder adquisitivo del salario mínimo, que se había estancado durante lustros; programas masivos de generación de empleos en el campo; promoción de la democracia sindical. Su intención de combatir a la corrupción es real, aunque al hacerlo de manera intempestiva en el caso de los monopolios de las medicinas o del robo de combustible provocó desabasto y protestas. Pese a su radicalismo verbal, ha sido desafecto a las expropiaciones o incluso a subir los impuestos a los ricos, aunque ha conseguido reducir sustancialmente la evasión fiscal, que era endémica en México.
Y, paradójicamente, la mayor parte de su política financiera haría las delicias del FMI: aversión al endeudamiento, equilibrio en las finanzas del Gobierno, reducción de la burocracia, control de la inflación, estabilidad de la moneda, crecimiento de las reservas internacionales. Muchas de estas medidas, que podrían haber propiciado un clima favorable a los negocios y a la creación de empleos, resultan dinamitadas por el crispado pulso que mantiene con la sociedad civil y la iniciativa privada.
Su intención de buscar la autosuficiencia energética y el fin de los contratos leoninos le ha confrontado radicalmente con las empresas trasnacionales del ramo. En conjunto, toda esta polarización le otorga un enorme prestigio entre los sectores populares y propicia los niveles de aprobación que garantizan el triunfo en las elecciones. Pero eso mismo imposibilita la creación de condiciones para generar empleos y dinamizar la economía; es decir, para sacar de la pobreza a los que menos tienen. El presidente estaba convencido de que el país crecería con el mero estímulo al poder adquisitivo de los sectores populares y con la estabilidad en las finanzas públicas.
La pandemia y la polarización política barrieron esa posibilidad. No se ha presentado fuga de capitales ni un boicoteo empresarial a la economía, pero tampoco la disposición del sector privado para arriesgarse a invertir con un presidente con el que no coincide. México se recupera de la crisis, sin mayor pena ni gloria, y se estima que al final de su gestión el crecimiento promedio será del 2% del PIB a lo largo de los seis años, una cifra similar a la de periodos anteriores. Demasiado poco para hacer posible la realización de tantos sueños. Primero los pobres, después también.
El mayor acierto de su Gobierno habría sido obligar al país a velar por el México olvidado, conjurar el riesgo de afrontar el abismo e imponer en la clase política usos y costumbres ajenos al dispendio y el boato. López Obrador es la expresión política de la inconformidad de las mayorías que, por fortuna, optaron por una vía pacífica en 2018 para expresarse. Pese a sus rasgos pintorescos y rijosos, y quizá gracias a ellos, AMLO ha logrado mantener la noción de que el presidente gobierna para y por el interés de esas mayorías. Esa quizás es la clave para entender la relativa estabilidad social y política que vive México, pese a la violencia apenas contenida y la profunda desigualdad que persiste. López Obrador resultó ser un político menos radical de lo que se le acusa y más responsable de la cosa pública de lo que se le reconoce.
No está claro cuál es el futuro del obradorismo, aunque todo indica que habrá de mantenerse en el poder algunos años más. Algunos piensan que podría derivar en una versión mexicana del peronismo. O quizá López Obrador solo ha sido el pionero que abrió el camino a empellones, codazos y mordidas para posibilitar el arribo de una edición más moderna de la izquierda en el poder al concluir su periodo. Faltan aún tres años, pero él ha prometido retirarse de la política al final de 2024 e irse a La Chingada, su rancho en Palenque. Probablemente ese deseo es lo único en lo que coincide con sus enemigos.