Periódico La Jornada/Editorial
El subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Alejandro Encinas, presentó ayer el Informe de la Presidencia de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa, documento de 103 páginas más ocho anexos del que se desprenden tres conclusiones preliminares centrales: lo ocurrido “fue un crimen de Estado”; no hay indicios para afirmar que los estudiantes estén vivos, y las autoridades de los tres órdenes de gobierno, incluido el Ejército, podrían haber actuado para impedir la “desaparición y asesinato” de los jóvenes.
El aspecto central del reporte, entregado a los padres de las víctimas antes de hacerlo público, reside en documentar, más allá de toda duda, que las más altas autoridades federales, estatales y municipales supieron en todo momento (“en tiempo real”) lo que estaba pasando y no hicieron nada para detener el curso de los acontecimientos. Es tal omisión lo que configura el crimen de Estado, más allá de la participación directa de autoridades como los policías municipales de Iguala, Cocula y Huitzuco, quienes ayudaron a integrantes de Guerreros Unidos para llevar a cabo la desaparición de los muchachos.
Otro elemento escabroso revelado por esta investigación exhaustiva es que la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) no sólo permitió que se perpetraran las atrocidades de la noche del 26 de septiembre de 2014, sino que permaneció impávida pese a que uno de los jóvenes desaparecidos, Julio César López Patolzin, era un soldado infiltrado en la Normal Rural Raúl Isidro Burgos para informar acerca de las actividades políticas de los estudiantes. El abandono del militar supone una violación a los protocolos de la propia Sedena y al espíritu de cuerpo que es el fundamento moral de toda corporación militar, y en este caso selló la suerte del resto de los normalistas, motivos de sobra para que comparezca el entonces comandante del 27 Batallón con sede en Iguala, teniente Marcos Macías Barbosa.
En este sentido, es positivo que el mando se encuentre en la lista de 33 ex servidores públicos con órdenes de aprehensión por presumírseles algún grado de responsabilidad en los hechos, incluida la creación de la llamada “verdad histórica”. Es necesario insistir en que la versión oficial urdida en el sexenio de Enrique Peña Nieto, cuyos principales artífices fueron el ex procurador Jesús Murillo Karam y el entonces titular de la Agencia de Investigación Criminal de la extinta PGR, Tomás Zerón de Lucio, es en sí misma una afrenta equiparable a la agresión que tuvo lugar en Iguala, no sólo porque impidió al entorno de las víctimas conocer el paradero de sus seres queridos, sino porque en el afán de encubrir las responsabilidades de funcionarios se cometió toda suerte de ilícitos, desde la tortura para obtener confesiones falsas hasta la alteración de las escenas del crimen. Al desviar las indagatorias de su propósito legítimo, se propició una pérdida catastrófica de indicios vitales para el esclarecimiento de los hechos, como lo muestra el que a la fecha han muerto o sido ejecutadas 26 personas consideradas claves para obtener información, entre ellas integrantes de bandas criminales o sus familiares, pero también activistas, funcionarios y políticos que proporcionaban orientaciones sobre lo ocurrido.
El informe y la comparecencia de ayer dan cuenta de una voluntad oficial para desentrañar la verdad, así como de avances significativos en las investigaciones y en la deconstrucción de la trama de encubrimiento tejida el sexenio pasado, pero estos esfuerzos no estarán completos mientras no se conozca el paradero de los jóvenes y se dé paso a la justicia, la reparación del daño y las garantías de no repetición, todos ellos procesos ineludibles para cerrar una de las heridas más hondas infligidas a la sociedad mexicana en el pasado reciente.