Periódico La Jornada
Los ex jueces Mark Ciavarella y Michael Conahan tendrán que pagar más de 200 millones de dólares a centenares de víctimas de su conspiración para encarcelar a menores de edad a cambio de sobornos pagados por el copropietario y el constructor de dos cárceles privadas en el estado de Pensilvania. Condenados desde 2008 y con sentencias emitidas en 2010 y 2011, estos juzgadores alcanzaron una infame notoriedad cuando salió a la luz que durante años dictaron penas de prisión a niños de incluso ocho años por faltas irrelevantes como peleas juveniles, pequeños hurtos o entrar sin permiso a un edificio abandonado, y que todo eso lo hicieron movidos por la codicia. La Corte Suprema de Pensilvania tuvo que anular los fallos de culpabilidad contra unos 4 mil menores tras conocerse el complot delictivo.
En un episodio que apareció en un documental sobre el escándalo conocido como Kids for cash (Niños por dinero), Ciavarella dictó el internamiento de una adolescente por crear un perfil en una red social donde ella y otros jóvenes parodiaban a la subdirectora de su escuela. Cuando la madre de la menor buscó ayuda legal para rescatar a su hija, se topó con que nadie en el sistema judicial estaba dispuesto a contradecir a un juez, pese a la flagrante injusticia de la condena. Por su parte, Conahan usó facultades discrecionales para cortar el financiamiento al centro de detención juvenil administrado por el gobierno local y favorecer a las instituciones privadas.
Más allá de la perversidad de ambos individuos y de la inoperancia de un aparato judicial que les permitió destruir las vidas de miles de niños y jóvenes antes de que se descubriera el inhumano negocio, Kids for cash exhibe que, a contrapelo de la pretendida “excepcionalidad” estadunidense y de la propaganda de Washington para presentarse como un ejemplo para el resto del mundo, en el país vecino se encuentra instalada una corrupción tan dañina y en tan altas esferas como en otras naciones. Asimismo, es un mensaje de alerta sobre los verdaderos horrores a los que conducen el populismo penal (la explotación de la inseguridad, real o percibida, para atraer al electorado) y las políticas que lo acompañan: la llamada “tolerancia cero” (que suele ser un eufemismo para la criminalización de la pobreza), la demonización de los infractores y el incremento desproporcionado e injustificado de las penas.
En México, el escándalo debería servir para reflexionar sobre el círculo vicioso de iniquidades propiciado por el modelo de cárceles privadas que importaron a nuestro país Felipe Calderón y su secretario de Seguridad, Genaro García Luna. En un brevísimo repaso de lo que significa esta privatización en nuestro país vecino del norte, puede mencionarse a la administradora de reclusorios GEO Group, multada por poner a trabajar a migrantes detenidos a cambio de un dólar al día, 58 veces menos que el salario mínimo en las entidades con los sueldos más bajos. Debe acotarse que la sanción de 23 millones de dólares resulta irrisoria frente a los ingresos de 4 mil millones de GEO y Corecivic, las dos mayores inversionistas en el rubro. Estas dos firmas hacen donaciones millonarias a campañas políticas y recurren a prácticas de corrupción legalizada como la “puerta giratoria”: en 2019, la operadora del centro de detención más grande para niños migrantes contrató a John Kelly, quien fue jefe de gabinete de Donald Trump, beneficiario de la generosidad de empresas de prisiones. Los rendimientos de este tipo de conexiones políticas están a la vista: tal y como Ciavarella y Conahan poblaron los reclusorios juveniles con fines de lucro de Pensilvania, a escala federal entre 2000 y 2016 la población carcelaria en centros privados creció cinco veces más rápido que la población carcelaria general. El caso de los migrantes es más dramático: 73 por ciento de quienes fueron recluidos por cruzar la frontera sin documentos se encuentra en manos de agentes privados, conocidos por recortar servicios básicos para maximizar sus ganancias.
Ante la aplastante evidencia de que convertir el encarcelamiento en una oportunidad de negocio crea incentivos siniestros para que el sistema penal prive arbitrariamente de su libertad a las personas, y de que estas injusticias se ceban contra los estratos más desfavorecidos de la sociedad, es imperativo rechazar cualquier injerencia de la iniciativa privada en la administración de las prisiones y en el diseño de los códigos penales, los cuales deben redactarse con la vista puesta en el bien social, el respeto a los derechos humanos y la adecuada reinserción social de los infractores.