Enrique Rojas
Dice que las redes sociales están acabando con la voluntad de los alumnos, cada vez más narcisistas y temerosos del compromiso. «Veo a jóvenes de 20 años que parece que tienen 12», advierte. «Hay mucha gente que no cree en la cultura del esfuerzo»
Milenio/Olga R. Sanmartín
Madrid
Pregunta. – Cada vez más profesores observan que muchos alumnos prestan atención sólo a lo que les motiva.
¿Como psiquiatra lo ve también?
Respuesta.– Sí. Los adolescentes sin voluntad son unas personas perdidas que sólo se mueven por la filosofía del me apetece, algo muy común en la gente joven. Pero la voluntad es más importante que la inteligencia. Se trata de la joya de la corona de la conducta, la solidez del edificio personal y un indicador claro de madurez. Quien la tiene logra que sus sueños se hagan realidad.
P.– ¿Por qué se está descuidando la voluntad?
R.– Porque los jóvenes están bombardeados por una lluvia de internet y redes sociales que al final no controlan. Hasta hace pocos años, el orden en la educación era: la familia, el colegio, los amigos… Hoy es otro: las redes sociales, los amigos, el colegio… y al final está la familia. El panorama ha cambiado sustancialmente.
Vemos cada vez más desfase entre la edad cronológica y la edad mental, con jóvenes de 20 años que parece que tienen 12. Yo hablo del síndrome de Simón: chicos solteros de 30 y tantos, inmaduros en lo sentimental, materialistas, obsesionados con el trabajo y narcisistas, que viven mirándose el ombligo y tienen pánico al compromiso. He tratado a un chico de 37 años que sale con una chica y que tiene ansiedad y taquicardias porque no quiere comprometerse.
P.– ¿Qué hay tras esa inmadurez?
R.– Una ausencia del padre en la educación, malos modelos cercanos, una falta de valores humanísticos en la enseñanza y un medir la vida sólo por el éxito resonante. Las redes sociales crean un mundo ficticio donde uno está permanentemente comparándose con los otros y se fabrica un estilo de vida superficial y epidérmico. Muchos adolescentes caen en estados depresivos al ver que sus expectativas no están al nivel de la realidad. Yo insisto mucho en que los chicos tengan modelos de identidad sanos, fuertes, atractivos, que arrastren con su fuerza y con su ejemplo.
Cuando yo estudiaba Medicina tenía una libreta donde apuntaba a quién me quería parecer e iba cogiendo los valores de unos y de otros: de uno el sentido humano, de otro la lectura… Hoy la sociedad presenta continuamente unos modelos rotos.
P.– Ve que falta el padre. ¿No hay también sobreprotección?
R.– Veo mucho padre ausente que trabaja demasiadas horas y no tiene tiempo para los hijos. Por otra parte, muchos padres lo dan todo en lo material cuando hay que poner límites. La disciplina cuesta y los hijos se resisten, pero hay que hacerlo suaviter in modo, fortiter in re; es decir, suavemente en las formas y con fuerza en el contenido. Es una mezcla de autoridad y afectividad, porque los jóvenes necesitan disciplina, diálogo y cariño, y hacer atractiva la exigencia. Un buen padre vale más que 100 maestros y una buena madre es como una universidad doméstica. Lo primero que hay que hacer es predicar con el ejemplo y que haya coherencia entre lo que los padres dicen y lo que hacen.
P.– Usted dice que la escuela enseña y la familia educa.
R.– Enseñar es transmitir un conjunto de conocimientos objetivos y promover actitudes, mientras que educar es mucho más: preparar a una persona para que se desarrolle de la mejor manera posible y sepa afrontar la vida con solvencia. La educación tiene cuatro claves: la voluntad, la inteligencia, la vida afectiva y la espiritualidad. Y eso no se explica en los colegios, por desgracia.
P.– ¿Qué podría hacer la escuela?
R.– La inteligencia se educa enseñando a pensar, a hacer juicios certeros, a tener perspectiva y a utilizar de forma correcta los instrumentos de la razón. Hay que fomentar la lectura, que es a la inteligencia lo que el ejercicio físico al cuerpo. Yo incluiría también una asignatura de Educación Sentimental o un curso sobre inteligencia emocional, incluso para enseñar a gestionar de forma sana la sexualidad, que debe estar ligada a los sentimientos. Y también debería entrar en el currículo una materia de Historia de las Religiones, con el estudio de la Torah, el Evangelio y el Corán, porque la espiritualidad descubre el sentido de la vida, el fin último del hombre: de dónde venimos y a dónde vamos.
P.– La reforma educativa del Gobierno insiste mucho en la educación emocional. ¿Le gusta la Lomloe?
R.– Me gustaba bastante más la Lomce que impulsó el ministro José Ignacio Wert en 2013 que la Lomloe. La primera buscaba el desarrollo al máximo del talento de cada estudiante. La Ley Celaá me parece muy pobre, con poca aspiración a la excelencia y muy blanda a la hora de fomentar el esfuerzo, para que nadie se sienta marginado. Ahora no queremos suspender a nadie. Pero el suspenso no es un trauma, sino una llamada de atención de que algo no va bien. Hay mucha gente que no cree en la cultura del esfuerzo.
P.– ¿Se está imponiendo la felicidad como una obligación?
R.– La felicidad no es un a priori. Consiste en tener una personalidad equilibrada y en hacer algo con la propia vida que merezca la pena. El profesor de la Universidad de Harvard Tal Ben-Shahar me decía que la felicidad para muchos ha quedado reducida a bienestar y a nivel de vida. Yo hablo del hombre light, la persona occidental vacía de contenidos humanos que tiene cuatro características: el hedonismo, el consumismo, la permisividad y el relativismo, unidas por el hilo conductor del individualismo. Tener cimientos sólidos significa responder a quién soy yo, a dónde voy y qué va a ser de mí.
Se trata de cómo construyo una embarcación, cómo la mantengo a flote y cómo llega a buen puerto. En otras palabras: mi personalidad, mi proyecto de vida y lo que hago con mi voluntad. Con una voluntad fuerte somos enanos a hombros de gigantes. Esto vale para educar a los hijos, para superar un trauma, para olvidar una metedura de pata… Porque la felicidad consiste en tener buena salud y mala memoria. La gente feliz es la que tiene capacidad de perdonar y perdonarse.